El fútbol es universal. Esa es su esencia. Se juega en todos los rincones sin distinguir raza, color ni ingresos.
Viernes 28 de julio de 2023 | 17:38
Por Rodrigo Vera
Da lo mismo si es en cancha de pasto con pelota profesional o en el barro con una pelota de trapo. Está al alcance de todos y por algo es el deporte más masivo del mundo.
El fútbol es además democrático. En una cancha pueden compartir jugadores de distintos estratos sociales. Lo que los une es que tienen un objetivo en común. Si estos valores los traspasamos al fútbol profesional, entonces se nos hace tremendamente democrático que en nuestra selección puedan convivir un jugador nacido en Tocopilla y en medio de enormes carencias, como Alexis Sánchez, o Ben Brereton, criado y nacido en el primer mundo. Ambos están juntos porque son buenos, de los mejores y amerita que ambos vistan “La Roja”. Este valor no está en todas partes de nuestra sociedad, bien lo sabemos, y esta democracia que entrega la selección hace que el cariño por ellos y la devoción sea transversal.
Pero: ¿Qué pasa si ya no juegan los mejores? ¿Qué pasa si a nuestra selección llegan los que están con un representante en particular, y entonces ya no basta con ser el mejor?
Acá está el gran problema ético del desolador panorama que vive el fútbol chileno bajo una industria teñida en distintas partes de la mesa por un solo grupo de representación de jugadores, encabezado por Fernando Felicevic. Sentado, además como se viene diciendo hace rato, en distintos lados de la toma de decisiones.
Con esta realidad se empieza a matar la esencia de la actividad. Su democracia se pone en riesgo y los méritos para llegar a un club o a la selección se puede poner en tela de juicio.
¿Ya no juegan los mejores?. La respuesta hoy es: sí, siempre y cuando estén en el rebaño que “corresponde”.